jueves, 24 de marzo de 2011

El Mentira


En todo grupo de amigos siempre hay uno que falta a la verdad: la trastoca, la agranda, la transforma o, simplemente, miente. Lo peor de esta gente es que con el transcurso de los años termina creyendo en las mentiras, haciéndolas propias y a su vez, gran parte de las veces, agrandándolas.
Este es el caso de Esteban Arnulfo González, amigo entrañable del alma de tu papá, con quien pasé la parte más maravillosa de la vida, que va desde la el fin de la infancia cuando me mudé al Barrio Unión, hasta que me fui a la Universidad de La Plata, en el año 79.
Te cuento esta historia, hijo, porque sé que vos podés llegar a aprender algo con esto, ya que yo no pude o no tuve la oportunidad. Era el 72 más o menos... No, la primavera del 73. Es más: me acuerdo como si fuera hoy. Era un martes... No, un miércoles porque ese día teníamos gimnasia en la canchita del barrio. Cuando llegó Esteban estaba pálido, casi como quien ve un fantasma, justamente eso, hijo, fue lo que nos dijo:
“Vi un fantasma, Carlos, en mi casa, en el altillo”. Todos nos quedamos medio sorprendidos. Siempre escuchábamos ruidos en la casa, pero el viejo, un despostador del Frigorífico Storr, nos decía que eran ratas, que él después las mataba, por lo cual no le dimos mucha bola.
Pero hijo, Esteban tenia como un ataque de mentira. Nos decía que escuchaba hablar a su papá con las ratas. Lo loco era que ellas le contestaban, y gemían. El padre les pegaba y lloraban.
Al año siguiente, cuando habían pasado los meses y él seguía con las historias de que había visto sombras inmensas por la rendija o escuchado como gritos y súplicas, fue cuando comenzó a perder el nombre y pasó a ser “El mentira”.
Cuando se lo llevaron de vacaciones... él decía a la playa, hijo, pero el rumor era que al loquero San José, todos nos sentimos mal. Su presencia se acrecentaba más con su ausencia, otros agrandaban la historia de “El mentira”, diciendo que en la casa mataban gente y que denunciando al padre a la Justicia, “El mentira” se había condenado, que su patio era como un cementerio, que los fantasmas eran quienes hablaban con él. Nadir, su hermana, una nena hermosa de alrededor de cinco años, muy buena con todos, era conocida en el Barrio y de esto, hijo, también me tengo que hacer cargo porque yo también le decía “La mentirita”, lo cual la marcó para toda la infancia.
Cuando Esteban volvió de las “vacaciones” más tostado, como si se hubiera ido de vacaciones de verdad, la historia tuvo un parate. Pero cuando a los meses él comenzó de nuevo con el mismo argumento y no quería ir a dormir a su casa, el padre lo mandó a lo de la tía a dormir, una mujer mala como pocas. Era algo militar, no sé bien o no me acuerdo, ya no tengo la memoria de antes, hijo.
Todos decían cosas de “El mentira” y de su casa. Era como la casa embrujada del barrio y Esteban, “el poseído”. Se hacían correr diversos rumores sobre él, que tenía poderes mentales para comunicarse con el más allá, lo cual agrandaba aún sus historias. En la secundaria, nadie se juntaba con él, sólo unos pocos que hacíamos reuniones para hablar de minas, ver revistas del hermano más grande de Fístulo Castillo (eran tipo unas porno que traía de la Universidad pero que estaban escritas en otro idioma). Nos reíamos mucho con Esteban cuando las leíamos tal cual, sin entender nada.
Pero, hijo, ¿sabés una cosa? Yo a “El mentira” lo quería mucho, era un buen pibe, un buen amigo, no me acuerdo si jugaba bien al fútbol, es que ya no tengo buena memoria. Sin embargo, de algo que no me voy a olvidar: cuando fui a su casa a buscarlo y los ojos del padre me miraron y me dijo, no sin antes hacerme pasar (yo pensé lo peor, tendría unos dieciséis años), cuando el padre me miró con sus ojos vidriosos a punto de llorar y me dijo: “Lo siento, Pedro, no vas a poder jugar por un tiempo con Esteban, estás detenido, en eso dos personas aparecieron por detrás, que era por actividades subversivas, creo hijo, mi memoria ya no es tan buena, la electricidad no la trato muy bien, en ese momento creí que eran amigos, pero cuando me golpearon la cabeza entendí. Hijo, “El mentira”, Esteban Arnulfo González, vivía debajo de un centro de detención clandestino de las Fuerzas Armadas, su padre era como le decían ahí “el Carnicero”, no trabajaba cortando reses sino matando “ratas” como él decía, era Teniente del Ejército.
Luego de estar detenido catorce meses en “La Cueva” como le decían, y tratado por “el carnicero”, escuchando esos gritos, esos quejidos, el olor a sangre, el maltrato, las mutilaciones es que entendí la decisión de Esteban de ahorcarse en la Plaza Vinetti con tan sólo 18 años.
Desde esa fecha han pasado doce interminables años, sólo amenizados por el haber conocido a tu mama y el soñarte, esperarte, imaginarte. Pero al cruzarme al “carnicero” en el taxi, sí, a Jacinto González libre, recordé el hedor, los gemidos, el terror, los catorce meses. Recordé a Esteban.
Hijo mío, cuando leas estas líneas espero que me recuerdes por lo que te cuenta tu madre, la hermosa de tu madre, espero que estas líneas, cuando crezcas y seas capaz de comprender lo que pasó, te den la claridad suficiente para perdonarme. Es que sólo puedo hacer lo mismo que Esteban. Conjuntamente con ésta, dejo una carta para tu madre y otra para el Juez. Te quiere mucho, aunque no hayas nacido, y espero que sepas perdonar.


Tu papá, Pedro.
19 de marzo 1991.




*Cuento seleccionado para participar del libro “Nuevos escritores de la Lengua Hispana”, editado por editorial Nuevo Ser, año 2008.

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